lunes, 20 de julio de 2009

Árida.

Cinco de la mañana, sonó el reloj y paró. ¡Hay que alimentar los peces de la pecera!, gritaba Juan. A corneta de camión terminó de abrir los ojos, un día más. Sueño, malestar y pereza, la combinación perfecta para no querer trabajar, cada día era más difícil levantarse, pero para ella, madrugar era una necesidad.

¡Las mujeres ya no quieren ni dormir!, exclamó Napo, ¿Pa’ qué madrugan tanto si no hacen na’?, ¡Pa’ plancharse el pelo!, respondía Juan en tono sarcástico. Sin pausa pero sin prisa comenzaba el día para Cristina, ducha, cremas, maquillaje, cabello, uñas y ropa, todo debía lucir perfecto, zapatos café, pantalón blanco, blusa estampada, collares, zarcillos, perfume, reloj Cartier, lentes Prada, bolso Chanel.

¡Cristina, Cristina, tienes una llamada urgente!, el cielo se nubló terriblemente, Cristina parecía haber recibido la peor de las noticias y entre lluvias y tormentas su cielo oscureció. El pasado se había congelado y el futuro se volvió incierto. Sumergida en la más profunda de las tristezas caminó a orillas de aquel río que solían llamar “El Chorrito” cuando eran niños.

¿Qué te pasa Cristina?, llegaste hoy medio apaga’. No es nada Juan, es el cansancio del día, me voy a acostar. ¡Ah que muchacha más débil, ese es tanto maquillaje que ya te afectó el organismo, deberías hacerle caso a Napo y dormir más, total, igual a vieja vas a para’!. Aquel comentario irreverente pareció afectarla más, ya Cristina no deseaba dormir, sólo sabía llorar.

Clemente manejaba su viejo Jeep color azul desgastado, con techo de loneta para cubrirse del sol y la lluvia, atravesaba el monte intentando llegar a la ciudad para recargar su tanque con gasolina. ¡Pájaro de mar por tierra!, gritaba un anciano de aspecto elegante. ¿Pero que hace el niño Clemente por estos lados? El niño clemente ya cumplió 34 años viejo Melacio, vine a ponerle gasolina al cacharro. ¿Y cuándo fue que cerraron las estaciones de servicio en Árida?, que yo sepa hace 17 años inauguraron dos, ¿o será que el niño Clemente anda buscando en la ciudad lo que no se le ha perdido? Entre risas y saludos conversaban y recordaban el pasado, Melacio fue gran amigo del padrastro de Clemente, y bautizó a su hermana mayor antes de quedar huérfanos.

- ¿Cómo está Tomasa?

- ¡Murió hace 5 años estando en Cámata, nadie sabe como ni porque, las malas lenguas hablan de que el marido la envenenó!

- ¡Tomasa muerta! Susurró Melacio en tono desbastador, ¿y qué pasó con su hija?, lo último que oí es que fue a la universidad a estudiar idiomas.

- Así mismo es viejo Melacio, Cristinita es licenciada en idiomas modernos, se hizo gente en la ciudad y el pueblo le quedó muy pequeño.

- ¿La niña Cristina ya no vive en Árida?

- Su cuerpo y su casa están allá Melacio, pero su alma está aquí, Cristina es otra, ya no es la niña que usted conoció cuando Tomasa vivía.

La noticia de la muerte de Tomasa inquietó mucho a Melacio, no podía creer que su gran amor había fallecido. Como pudo simuló su tristeza y se despidió de Clemente, intentando ocultar la notable nostalgia que invadía su rostro.

¡Misterioso cadáver aparece en el puente del Chorrito! decía el vendedor del diario local, anunciando la noticia de la primera página. Nadie sabía de quien se trataba y eso alertaba a la población, pues en Árida todos se conocían y el muerto del río era un perfecto extraño. Así transcurrió esa mañana de domingo en el pueblo, todos murmuraban y bromeaban mientras Clemente vendía sus frutas a los vendedores del mercado, como todos los días.

Y como si hubiera visto un fantasma su rostro palideció, sus manos sudaban frío y su respiración comenzaba a fraccionarse. Era ella y estaba allí, frente a sus ojos, donde menos la esperó, donde menos imaginó verla, donde jamás pensó que sus pies estarían, en ese lugar tan grotesco y sucio, lleno de los escombros que lanzan los vendedores a la calle. Por un instante recordó todo lo que vivió a su lado, cuando eran niños y Tomasa les preparaba chocolate caliente por las noches, porque era lo único con lo que contaban para opacar la implacable fuerza del frío.

Cristina caminaba sin rumbo fijo, sólo observando el paisaje, escuchando los gritos del que vende, sintiendo como los rayos del sol quemaban su espalda, respirando el aire de su pueblo, aquel que parecía haber olvidado por más que allí viviera. ¿Pa’ que te trajiste esos tacones Cristina, no ves que aquí lo que hay es barro y tierra seca?, ¡por una vez en la vida déjame en paz Juan, quiero estar sola!

Clemente seguía observándola, era como si no le importara nada de lo que ocurriera a su alrededor, sólo tenía ojos para Cristina. Verla caminar representaba el mayor de los placeres para él, pero indudablemente se preguntaba que haría ella en el mercado del pueblo, precisamente ella, que hacía tantos años no se le veía caminar por Árida. Invadido por la curiosidad intentaba acercarse pero su temor era inmenso. Asustado por no querer perderla de vista, comenzó a caminar entre la gente. Era el inicio del fin, el último capítulo de su historia. Lo que Clemente menos imaginaba en ese entonces, es que se avecinaba un encuentro sentimental, que terminaría más rápido de lo que ambos hubieran deseado. A lo lejos, se escuchó una voz que gritaba ¡Clemente, Clemente! Era la voz de Napo que lo llamaba. Y como si la voz viniera del cielo, Clemente miró y sonrió, al ver que debía acercarse a su gran amor.

Pretendiendo salir de viaje, Cristina huyó, ya habían transcurrido dos meses desde que se vieron en el centro del pueblo, esa caliente mañana de domingo en Árida. Por escapulario llevaba un viejo botón de bronce, aquel que solía usar Tomasa para espantar el mal de ojo, y aunque el fetichismo no era su creencia, se sentía segura con el objeto que heredó cuando su madre murió. Era su conexión más cercana con ella. Lo único con lo que la sentía cerca.

Diez kilogramos menos en dos meses, había comenzado la cuenta regresiva. Juan y Napo jamás sospecharon lo que ocurría, pues confiaban en que Cristina había viajado por cuestiones de trabajo. Con alevosía premeditada logró enviarles fotografías de sus antiguos viajes, por lo que, sus hermanos de crianza, jamás notaron el verdadero motivo de su ausencia. Clemente la observaba una y otra vez, con una mirada profunda y nostálgica. Cristina murmuró: “¿Qué miras? si aun no he muerto y ya parezco un cadáver, la Cristina de quien te enamoraste desapareció y se convirtió en este harapo que soy”. El cáncer de páncreas consumía rápidamente su vida, y poco a poco se hundía en la más grande de las amarguras. Sin embargo él seguía allí, a su lado, intentando convertir sus últimas lunas en estrellas muy brillantes. Viviendo juntos un amor que habían abandonado desde hace tantos años. ¡No te estas yendo, estas renaciendo! Replicó Clemente.

- ¿Renaciendo? ¿Es que acaso no me vez? ¿Dónde está mi salud, mi cuerpo, mi cabello, mi rostro?

- ¿Y eso que importa ahora?

- Nunca entiendes nada.

- Entiendo más de lo que crees. Te preocupa tu piel, te estresa que te van así cuando antes solían verte tan perfecta y perfumada, prefieres aislarte con tal de no mostrarte tal y como te ves ahora, bella como siempre, con una mirada triste pero incandescente. ¿De qué vale la belleza, sino tienes amor Cristina? Y aunque eres la mujer más hermosa que jamás haya podido imaginar, te hubiera preferido despeinada, mal vestida y descalza, pero humilde y sencilla, como cuando aun eras una niña.

- No quiero morir Clemente, no ahora que te encontré, no ahora que descubrí lo que es ser feliz junto a ti. Cuando el momento llegue, llévame al Chorrito, donde nos conocimos los cuatro, Napo, Juan, tu y yo, quiero renacer ese día, en el mismo lugar donde por primera vez te ví.

Y Clemente, apretándola entre sus brazos la lloraba, desconsolado y sin poder hacer nada. El corazón de Cristina había renacido ese jueves de septiembre, cuando durante sus últimos suspiros a orillas del Chorrito agradeció a Clemente, por haberla despertado de su quimera. Pues si bien era cierto que había malgastado cinco años viviendo con superficialismo, también era cierto que se iba feliz, volviendo a ser la persona que jamás debió perder, su humilde ser.

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